Imprimeix
Categoria: Collaboracions
Vist: 2502

Del llibre "Casialgo" de Marce López Sirer


Aquest escrit el dedicam molt especialment a tots aquells i aquelles que pateixen qualque tipus de minusvalidesa. És per a vosaltres.

 



  EL YO Y MIS MULETAS

   N­o creo que este tema inte­rese a nadie porque es, a parte de muy personal, pro­fun­damente com­plejo pero, quizá, alguien puede lle­gar a una comprensión o sacar conse­cuencias que pudieran serle útiles en muchos sentidos.

   Yo no soy un novicio en el arte de andar con muletas pues las preciso para andar desde los siete años y estoy a la hora de los setenta y cuatro.

   A los 5, la enfermedad de la poliomielitis o también llamada parálisis infantil que se manifies­ta por la parálisis y atrofia de algunos músculos seguidas de contracción y deformidad permanen­te. Se debe a una inflamación medular y ataca con preferencia a los niños. A mí me afectó la parte inferior del cuerpo a partir de la cintura pero con una incidencia especial sobre la extremidad; la pierna, derecha.

   Se puede comprender que, en aquel tiempo, no se conocían los adelantos científicos y médicos de los que hoy se puede disponer y que han erra­dicado prácticamente tal enfermedad en la humani­dad, vacunando a los niños adecuadamente.

   En mi caso, la enfermedad no fué evitada ni combatida porque se ignoraba el como aunque se conociesen los efectos y ésto hizo que la enferme­dad campase en mi organismo a su gusto y sin obstáculos. Se detuvo por sí misma dejándome la secuela permanente de no poder servirme de la pierna derecha y, por lo mismo, he sido, desde entonces, el fruto físico y moral, de aquella cir­cunstancia aunque reconozco que pudo ser todavía peor como en otros casos por mí vistos y conside­rados.

   Al principio, del que tengo muy leve recuer­do, andaba a gatas  para desplazarme de uno a otro lugar y lo hacia con celeridad y soltura como si fuese mi manera normal de  hacerlo: mi con­ciencia de la realidad, no se había despertado...

   Debo manifestar que no tengo memoria de que, tal estado, me haya, por sí mismo, causado dolor alguno pero sí me pareció siempre que mi pierna derecha era una especie de parásito de mi cuerpo del que no me pedía desprender...


   Supongo que, esta forma de andar gateando y arrastrando la pierna derecha inerme aunque  sensible e indolora, produjo, desde el principio y en todo mi futuro, en compensación, un considera­ble desarrollo de la musculatura en los demás miembros y, con el tiempo, me dotó de una fuerza física y una capacidad motriz realmente notables.

   En aquel tiempo y como consecuencia del deber de mi Padre como militar, nos trasladába­mos muy frecuente de pueblo, zona o región, es­pecial­mente en las Vascongadas y casi no tenía un trato consciente con otros muchachos como suele ser  normal; mis hermanos y yo, formábamos una especie de familia pétreamente unida y, siempre, tuve de mis hermanos un trato normal como un muchacho normal respecto a mi estado físico y ello, probablemente, fué debido a la costumbre de verme en mi estado como natural y sin compara­ción con ellos mismos porque, además, muy pocas cosas podían hacer ellos que no pudiese hacer yo mismo y aún con creces porque era mayor que ellos y porque la fuerza física de que estaba dota­do, les hacia verme hasta con admiración.

   En este nido de hogar con cuatro polluelos generalmente contactado solo con la Madre porque el Padre cumplía su servicio y deber que le mante­nia muchos días y muchas noches fuera de casa, todo, en cuanto a mí, sucedía como diríamos real­mente normal o, si queréis, sin traumas conscien­tes físicos o morales...

   Ya algo más tarde, al ir creciendo, mi padre me trajo unas muletas de madera y me pusieron una tortura de hierros ortopédicos que se sujetaban a la pierna con una correas; "para que le pierna no te crezca torcida",  me decía mi Padre.

   Este hecho y las molestias consiguientes me sacaron de mi inocencia, de mi inconsciencia y empecé a sufrir los primeros reales, leves y con­cretos sufrimientos que de mi estado brotaban sin yo quererlo...: es que me llegaban solos, sin lla­marles...

  Las muletas me dolían en las manos y en los sobacos, la ortopedia de la pierna era una tor­tura y esas mismas muletas me levantaron del suelo a una falsa y engañosa apariencia de norma­lidad. Yo, ya de pequeño, sentía repudio por el engaño, por la apariencia y, el remedio a que me obligaron y que pusieron, con toda buena volun­tad, en mis manos, en lugar de aliviarme me pro­dujo un efecto contrario, por lo menos por un tiempo bastante largo.

   Es muy importante entender que, las mule­tas, son instrumentos que, el que no las ha usado como parte definitiva de sí mismo, no puede com­prender, ni siquiera el que las necesitó por un corto período de días o meses porque sabe que son algo transitorio,  pasajero y este mismo conoci­miento les hace realmente insensibles a la verda­dera naturaleza del drama que suponen, especial­mente moral...

   Las muletas y en aquella mi edad no eran tan fácilmente aceptables como parece: las mule­tas, en principio, son un gran y doliente estorbo hasta que te haces a ellas, hasta que te acostum­bras a ellas, a sus fintas y traiciones hasta que tu y ellas formáis un todo...Mientras tanto, en ese período de lo que llamaríamos de algún modo; aprendizaje, te pasan mil inconvenientes, mil sus­tos, mil incerti­dumbres e inseguridades...; las mu­letas no se adaptan a ti, tú te debes adaptar a ellas, agradecer su ayuda y soportar sus traiciones...

   Las muletas son dos apéndices extraños, antinaturales e insensibles que forman una prolon­gación artificiosa impuesta desde la mano con el puño cerrado con el que las soportas hasta el ex­tremo que toca el suelo, de tal manera que andas sobre un trípode formado por una pierna real y dos extremos de brazo que se apoyan en la tierra. Es cierto que un trípode es, en física, el mínimo posible requerido, en circunstancias determinadas, que puede sostenerse por sí solo sin ser clavado en la tierra pero, las muletas y el ser que las usa no debe sostenerse solamente, debe movilizarse, des­plazarse y realizar toda clase de verdaderas acro­bacias que, muchas veces, dan contigo y las mule­tas por el suelo con gran estrépito y algún que otro dolor nada agradable que, al principio, no son algunos sino muchos.

   Algunas veces he creído que a mí me suce­día como a las bestias de carga o a los caballos de carreras, tienen que acostumbrarse a llevar arneses o sillas de montar pero no es el ejemplo adecuado porque, ellos llevan como una carga pero usan sus miembros naturales para su cometido.

   No, las muletas son algo muy especial y, usarlas es un arte que se aprende y va conforman­do tu cuerpo a una clase de acto y reacciones que un ser  normal no necesita.

  El trípode al que antes me referí debe des­plazarse despacio o rápido o debe permanecer estático,  depende del momento y la circunstancia. Al desplazarte, estás mirando continuamente el suelo y el lugar preciso donde apoyarlas, la una y la otra. Una simple piedrecilla o un bache, un terreno algo blando donde se hunda un poco una muleta o las dos, un piso resbaladizo o un andar por las arenas de una playa, el subir o bajar una escalera, pero muy especialmente un terreno resba­ladizo porque, en él, no es solamente uno de los brazos del trípode el que te falla sino los tres y, entonces con la fuerza de los brazos debes mante­ner el ángulo de las muletas con el cuerpo de forma tal que, las muletas quedan sujetas y apreta­das al cuerpo en la zona de las costillas superiores de tal manera que la potencia de los músculos de los brazos impida que el ángulo se haga demasia­do obtuso y mantenerlo y, si es preciso, hacerlo más agudo haciendo que los brazos acerquen las mule­tas al cuerpo consiguiendo, con la fuerza necesaria, que las muletas resbalen precisamente sobre el mismo suelo resbaladizo contando y apro­vechando, precisamente, esa propiedad de resbalar y mantener así la propiedad de sostenimiento del trípode. En todo caso, y en cada caso en particu­lar, se requiere contar con unos reflejos y una rápida, inmediata reacción para mantener  el equi­librio y no dar de bruces, muletas y tú, dependien­do de los compo­nentes de la caída, el dolor físico que vayas a sufrir y, si es en público, la vergüenza inevitable, por lo menos para mí.

   La posibilidad de caerse con muletas en función de la posibilidad de caída en un ser nor­mal, es tremendamente mayor. El caerse con mule­tas, no es lo mismo que la caída "normal" porque lleva un componente psíquico muy espe­cial: la caída con muletas es un oprobio, es una falta de sabiduría en el andar con ellas, es una vergüenza diferente a todas las vergüenzas. Esta vergüenza no procede solo del accidente, es, ade­más, una herida en el alma mucho más penosa que la correspon­diente física que se pueda presentar en el ser normal porque incide y procede de los senti­mien­tos.

   Muchas veces tienes que permanecer de pie,  estático y, generalmente, entonces, por un movi­miento quizá reflejo, colocas las muletas casi en el mismo plano de la pierna, de donde se comprende que, el trípode, deja de serlo aparentemente y, por lo mismo también dejaría de gozar de las propie­dades físicas más arriba comentadas e, inevitable­mente, te caeríais; es por ello que usé la palabra aparentemente; porque si te mantienes en pie es porque, de alguna forma, alguna rama del trípode continua actuando como tal aunque no se note.

  Yo quisiera poneros un ejemplo que leí una vez en un tratado de tauromaquia y que, quizá os de a entender, mejor que mis palabras, una parte de lo que pretendo trasvasaros...Decía más o me­nos: " ...el afeitar (acortar) la cornamenta de los toros, no es, como se supone, para evitar que las agudas puntas de las astas del toro puedan herir gravemente al torero. El afeitado es mucho más sutil y se hace porque se conoce que, en el meca­nismo instintivo del toro, la longitud del asta en la embestida, juega un papel importante de tal forma que, sin medir su propia cornamenta, está en su esencia animal el que le sea suficiente el dato de la distancia al torero o al enemigo, para decidir la embestida en el momento y distancia determina­da con precisión porque cuenta, en su instinto, con el dato de la longitud de sus as­tas....Si le acorta­mos las astas, uno de los datos queda falseado en el instinto del toro y embiste antes de tiempo con lo cual, es evidente, quedará una distancia entre la punta del asta y el objetivo en aquella ocasión lo cual, aunque sea por unos centímetros, salvará al torero de ser alcanzado o herido; el asta pasará alejada del torero la magni­tud de asta que al toro se le "afeitó" porque el fallo de la trayectoria del asta no se habrá corres­pondido con el conoci­miento instintivo que, desde siempre, lleva, como dato implícito, el toro... El fallo, realmente, no es del toro en constitución normal, el fallo está en que le falta un trozo de asta con la que él contaba y que ignora que no tiene ..."

   Con el tiempo, los apéndices inorgánicos y externos de las muletas prolongación de los bra­zos, llegan a constituir algo incorporado a ti mis­mo y les sucede como a las astas afeitadas de los toros: una piedrecilla en el suelo que pueda mo­verse o bascular, viene a no alcanzar o sobrepasar la longitud de la muleta que forma ya dato en ti mismo y, en consecuencia pierdes el equilibrio y, por un mecanismo reflejo, te hace contorsionar todo el cuerpo, incluidas las muletas, para buscar el equilibrio perdido y recuperarlo o, de otro mo­do, caer por los suelos. Todo ello, contado así, parece sencillo pero hasta que no has hecho un aprendizaje personal y detallado; hasta que tú y tus apéndices no constituíais una unidad precisa, el uso adecuado de las muletas es un tremendo com­plejo y te hace soportar muy diversas caídas de las que vas aprendiendo hasta incorporarlo al instinto pero, todo ello precisa de muy largo tiempo. Es lógico que, si empiezas esta disciplina a la edad en que yo lo hice, tienes tiempo de asimilar experien­cias y logras un dominio excepcional increíble de la situación aunque, lógicamente, nunca perfecto.

   El sujeto yo, en estos casos, no dice, no explica nada, no participa de sus vivencias con na-  die; está él y sus circunstancias, mano a mano  en un reto individual y solitario que se desarro­lla en silencio día tras día, mes a mes, año tras año con sus propias vivencias, experimentos y conse­cuen­cias: el sujeto y sus muletas, inmersos en una batalla que, por sí mismo, debe resolver...

  ......

   Pasa el tiempo y, aún admitiendo que se pueda conseguir un engarce óptimo entre los dis­tintos elementos que intervienen en cada situa­ción, no deja de que debamos considerarlo de tipo pura­mente físico, mecánico pero es que, además y a la par, surge acoplado, un nuevo componente psico­lógico que se manifiesta a medida que crece tu capacidad de sensibilidad comparativa con el resto de tus semejantes y va aumentando a tono con la edad y las vivencias...Este es el componente más grave y difícil en una situación de este tipo o de parecidas características aunque debo admitir que existen, desgraciadamente, situaciones más graves y complejas.

   Si ya alcanzaste un dominio relativo o acep­table en el contexto físico, alcanzas o entras en la parte más compleja de la situación; la psicológica.

   Un complejo de inferioridad y de vergüenza, de amor propio maltrecho, de amargura profunda causada por tu estado y aumentada por la concien­cia de que, tal estado, no es transitorio; que es definitivo de por vida. Has luchado denodadamen­te con sacrificio y dolor y has alcanzado un seg­mentario de mayor o menor precariedad en la eficacia. Te has esforzado en conseguir un peldaño mayor o menor de viabilidad locomotriz pero, una sensación indescriptible de impotencia y adversi­dad te invade, te cerca e influye en cualquier acto de la vida y, esto no os lo puedo dibujar con pala­bras:...no alcanzo.

   Yo, personalmente, me siento afortunado porque, por la razón que sea, he contado con una particular fuerza inte­rior que me im­pul­só siem­pre a batallar, a lu­char con perse­ve­rante y tenaz vo­luntad por acortar las dis­tancias entre mí mismo y los demás. He puesto siempre un pertinaz impul­so de superación desde la cons­ciencia de mi esta­do para superarme y, aunque he tenido lógicos desfa­llecimientos, he renacido mu­chas veces de mis cenizas, he surgido nuevamente resurrecto y presto a la batalla sin terminio, sin acabamiento. Proba­blemente quizá no por mérito de un esfuerzo de voluntad sino, acaso, por una particular consti­tu­ción física y anímica subyacente en mi propia esencia, traída conmigo desde el propio nacimien­to:.. una forma de ser...

   Poco a poco, sin darte cuenta, las muletas forman algo tan tuyo, tan preciso, tan indispensa­ble que, si te sientas, si te desprendes de ellas esporádicamente cuidas con mucha atención de colocarlas junto a ti, de que se hallen a tu alcance, que no se separen de ti más que lo indispensable porque se te han hecho tan indispensables que, al no sentirlas en tus ma­nos, notas que te falta algo, que no estás completo y las quieres sin quererlo, junto a ti, a punto de tocar­las.

   Por otra parte, te has apoyado en ellas tanto tiempo de tu vida que, este hecho ha causado, paralelamente, insensiblemente, una dependencia moral fortísima, la necesidad  moral imperiosa de un apoyo, de un sostenimiento psíquico que se ha trasvasado desde la necesidad del apoyo físico  y junto a él, paralelos, u­na minusvalia moral y la precisión de un apoyo moral, de sentimientos, de afecto, de compañía física, de colaboración huma­na que, con los años, se ha agigantado hasta el punto de constituir algo patológico también en el espíritu y ya no solo precisas de las muletas co­mo soporte físico sino, que te resulta indispensable la raíz del alma de algún ser  o seres humanos determinados y de características especiales que esté, sino junto a ti, cerca  del alcance de tu voz... No es preciso mantener una conversación ni com­partir determinadas características, basta contar con la confianza de que, tal persona cumplirá con su humanitario compromiso.  Es como un "síndro­me de muletas" que te invade  y sujeta hasta el punto de que podría desembocar en unas consecuencias graves si estás en soledad o en lejanía de alguna persona que cuente con fuerza física que colabore con la propia tuya ya disminuida y con unas posibilidades mentales de reacción por si fuera preciso darte ayuda en caso necesario.

   Llegas a no poder vencer la necesidad de alguien relativamente capacitado para atenderte y ayudarte físicamente y que se halle cerca, por lo me­nos al alcance de tu voz, que esté en tu propia casa aunque no necesariamente en la misma habi­tación o muy cercano a ti porque tú, no has dejado de tener tus propias ocupaciones o distracciones o impulsos creativos, físicos o morales. No has deja­do de tener tu vida interior y acción exterior pero quizá, has empezado a perder tu confianza en las propias fuerzas físicas con o sin muletas y ello va minando tu capacidad de reacción y tu posibilidad de continuidad por ti y en la soledad de ti mismo.

   Esta es la fase más difícil, más cruel y más insoportable de la minusvalia. Y es cruel y penosa porque, por una parte, has pasado por calvarios para alcanzar una superación de tu minusvalia y, cuando la has superado, surge, como nacida de inmediato y por sorpresa, esta otra fase cuando más mermadas están tus posibilidades de defensa y,  por otra parte, crece, en ti mismo la constata­ción de que ya no dependes solo de tus fuerza y muletas sino de otro u otros seres que, a su vez, tienen su propia problemática o derecho a la reali­zación de su propia vida y te sientes responsable y tratas, por todos los medios, de ocultar tu nueva dependencia para no causar desazón en los demás o coartar el desarrollo lógico y normal de su pro­pia vida sin interferir en ella en lo posible: No quieres ser carga para nadie pero, por otra parte, les necesitas inevitablemente. Realmente es una lucha entre tu propio yo, tu propia esencia, y las exigen­cias de un síndrome o lo que pueda llamarse, y que quisieras, a todo trance, evitar...

   Y aún más hay de grave en la consecuencia  de esta fase: que nadie te sabe o te puede com­prender.

   Estás en una soledad absoluta en cuanto al ser humano y, aún en el caso de que alguien pue­da tener una ínfima aproximación a lo que en ti vaya sucediendo, es ley de vida que: la caridad bien entendida, empieza por uno mismo y cada cual tiene sus problemas e intenta llenar su vida con las menores dificultades posibles...

   Creo que, alcanzar esta fase, es lo más paté­tico del proceso de una vida inmersa en tales con­diciones.

  Soy consciente que, esta fase aquí descrita, debería haberla expresado mucho más adelante, según un orden cronológico de la realidad de los hechos y sentires pero, he considerado que, descri­ta aquí, me dejaría un margen para expresar he­chos más optimistas y hacer que, entre ellos se perdiese parte de la carga fuertemente negativa o se amino­rase el impacto y se fuese diluyendo entre otras vivencias tan reales pero también, a mi jui­cio, más optimistas.

   No puedo olvidar nunca que el hecho de precisar las muletas, te conduce a un estado moral derivado: precisas las muletas para andar pero, también ese andar con ellas crea en ti una depen­dencia unas características morales interdepen­dientes­ y condicionantes unas de otras. Aflo­ran otras con­diciones nuevas y así ando anor­mal­mente lo cual causa una necesidad humana moral, "de las muletas físicas en mutua dependencia con las mule­tas písiquicas. Ese aparente intercambio mo­ral aparece como una necesidad de las unas o las otras mu­le­tas mo­ra­les en mu­chos ca­sos, que podríamos­ llamar como, "sín­dro­me de las muletas" aunque, de ello, te aperci­bes más  tarde; cuando los pode­res físicos se le huyen a las energías del cuerpo y del espíritu quedándo­te varado, sin posi­bilidad de defensa o maniobra....

.......

   Luego vino el contacto con la calle, con la escuela, con los chavales que te miran burlones, despectivos en su : " ahí está el cojo", "el cojo esto o aquello", etc, etc. ya perdido el nombre, la identidad, como el número en un preso o en un enfermo: el número de la blusa del preso, el nú­mero de la habitación de un doliente o la percep­ción de alguna mirada de los mayores plena de conmiseración, de lástima...: una separación, un aislamiento, unas aspas de tachadura sobre un ser sensible, un aparcamiento, una valla.... o un sar­casmo...cuando no una sarcástica risotada... y siempre una curiosidad, hasta en las almas más comprensivas, como a un espécimen de un zooló­gico... Es duro decirlo pero, más duro y difícil es soportarlo...

   No me sentí exento de todos estos "agra­vios" y los asumí con plena conciencia de que, en el fondo, tenían razón. El genio, el amor propio, la hombría de un varón está siempre dispuesta a saltar como el trallazo de un látigo pero, en caso como el mío, tenía que tragarlo con resignación y hasta con aceptación porque,...repito,...tenían ra­zón...

   El hombre de las cavernas comía el primero de la caza cobrada con esfuerzo por el fuerte, el valeroso, el arrojado; el tarado, el enclenque, el débil, el pusilánime, comía de los restos aunque el tarado hubiese sido antes, probablemente, fuerte y arrojado y fogoso y gran cazador. Eso no importa­ba en la ley de la Naturaleza; lo que cuenta es  lo que eres, lo que vales; tu utilidad en aquel pre­sen­te...

   Pero, desde estas premisas que ahora mismo cito como apoyatura para hacerme comprender; el imberbe yo, el mozo yo, el joven yo, el adulto yo, en un ambiente que no era el mismo que el de las cavernas pero que subyacia en todas las épocas, proseguí mi lucha personal en cuanto a este con­texto y , aún sin poder zafarme de la realidad de mi estado, proseguí, no concretamente por las características de mi situación; sino por la fuerza del alma, por la condición nata, por los valores que cada ser lleva, más o menos, en su misma condi­ción, proseguí, digo y repito, en la línea de la superación; no me dejé tumbado y quejumbroso, pasivo y cómodo...y así, con el tiempo contado con relojes distintos de los seres normales, alcancé cotas de agilidad, destreza, fuerza que jamás hu­biese imaginado contando el tiempo con los relo­jes de los demás...

   En toda situación humana hay, generalmen­te, una compensación, y en mí se liberaron o ad­quirieron presencia fuerzas desconocidas apareci­das al son del vivir, precisamente, esa situación: andaba a mi manera, peor que los demás pero trepaba a los árboles como una ardilla, saltaba de rama en rama, subía por paredes que nadie se atrevía a intentar, pasaba por estrechas vigas de madera con un equilibrio excepcional. En la clase de gimnasia, no pedía realizar los ejercicios gene­rales pero me subía por la cuerda vertical sin nu­dos con una rapidez y sin esfuerzo que nadie con­seguía y tocaba el mismo techo de donde pendía la cuerda, con una mano todo el tiempo que se me antojase pero no lo hacia como una exhibición; era una prueba entre yo y mí mismo, como si estuvie­se absolutamente sólo, sin decenas de condiscípu­los que me contemplasen y dejaba admirados a los compañeros de calle o de clase, atravesando los grandes charcos o las pequeñas lagunas apoyado únicamente en las dos muletas y sin mojarme un ápice los zapatos... etc, etc. cosas que ellos, con toda su normalidad no podían lograr.

   En vacaciones, mis padres salían llevarnos a algún lugar cerca del mar, lo que constituía, para mí, una inmensa alegría porque, por alguna razón, el mar y yo estamos en comunión. Me gustaba le- vantarme muy de mañana y contemplar el mar desde la mismísima orilla y las muchas cosas admirables que el mar contiene, vivas o curiosas, a través de sus transparentes aguas...Sobre las 10 ó las 11 de la mañana, el lugar se poblaba de una algarabía de muchachada, niños y adultos, para tomar los baños; yo entendí siempre que, tomar los baños era nadar, no lo sabia comprender de otra forma y...yo no sabia nadar y, como un vulgar cangrejo, me introducía en aguas someras mojado todo mi cuerpo y, de vez en cuando, sumergía la cabeza y abría los ojos para ver como los peces... Me parecía fabuloso y sigue pareciéndome así, pero... siempre hay peros en la vida  yo veía las acrobacias acuáticas de mis hermanos y demás imitadores de peces y algo en mí me atraía a surcar las aguas y no permanecer sujeto a las rocas y aguas de poco fondo...Yo entiendo que la cabeza siempre trabaja, hasta cuando duerme, y yo le daba vueltas a mi quimera para hallar la forma de poder nadar...

   En aquel tiempo, los pescadores, sacaban las barcas a tierra haciéndolas deslizar por unos made­ros cilíndricos de un metro o metro y medio unta­dos de sebo . A la hora del baño, generalmente, los pescadores estaban con sus barcas faenando en el mar y había abundancia de los tales maderos por doquier...Parece que las ideas vienen instantá­neas y solas a la mente pero, yo creo que, cada una es, el fruto de una maduración de dispersos pensa­mientos en rotación alrededor de una idea princi­pal....El caso es que, como pude, arrastré uno de tales maderos a la orilla del mar y lo fuí empu­jando hasta que flotó por sí solo pero teniendo yo buen cuidado de tenerlo firmemente sujeto por un extremo. Así la situación, fuí empujando el made­ro mar adentro y apoyé mi cuerpo sobre el madero debajo de los sobacos de forma que podía mover los brazos y una pierna en el agua y el resto del cuerpo se sostenía sobre el madero. Este día había entrado un vientecillo que movía el mar más que de costumbre y formaba alguna que otra ola bajita pero ola, al fin y al cabo, o sea; que el mar anda­ba algo movido. Yo seguí mi navegación, que no mi natación, un largo rato y la gozaba enorme­mente porque, por primera vez, era móvil en el agua y, con los remos de mis brazos y las palas de las palmas de mis manos, iba avanzando. Debo decir: con más rapidez que lo que podía ha­ber pre­sumido jamás...Francamente, sentía gran alegría aunque ya los tendones de mis axilas o de mis sobacos empezaron a dolerme y, aunque de mo­mento no hice gran caso, noté luego que me esta­ban sangran­do...Esto no me preocupó demasia­do aunque sí un poco y seguí mi navegación con el escozor aumen­tando... Es cierto que no me encon­traba muy lejos, no me hallaba a una milla de la costa, no era, en este sentido, preocupante y pro­curé acomodarme algo para que el dolor no me fuese tan intenso por el roce de la carne con la madera...Yo no sé deciros el cómo ni el cuándo pero, presumí luego, que alguna de aquellas olitas, con un tanto de picardía o acaso guiada por desig­nios que no son de esta tierra, me arrebató el ma­dero que sostenía mi cuerpo y me hundí en las aguas más de lo que estaba y, de veras , ahora sí, me asusté,...pero seguí dándole a los remos como si sobre el madero me hallase y..., ¡Oh,..milagro!, no me hundía,...A­migos míos: por primera vez en mi vida,  estaba nadando...¡NADANDO!...

   El corazón me latió como un tambor africa­no y no era de dolor o de miedo:...era ALEGRÍA...

  Hoy nado como si el agua fuese mi elemen­to normal: a brazadas, de espaldas, de lado, ha­ciendo el muerto, sumergido mientras me alcanza el aliento y de la forma que se me antoje....

......

   En otra ocasión, siendo más pequeños, yo estudiaba en el Monasterio de Lluch en Mallorca porque, mi Padre era, entonces, Comandante del puesto y, supongo que los hermanos del Sagrado Corazón, a instancias de mi Padre, o por compren­sión, me aceptaron en sus aulas entre los "blauets". Ellos iban para frailes y yo no lo sé, solo entendí que debía estudiar allí.

   En aquellos montañosos y agrestes parajes y pinares, había unos grupos de hombres que hacían carbón vegetal a partir de la leña que por allí cor­taban y que, luego, por el procedimiento de las "sitges" la leña se convertía en carbón que, cuando les parecía cargaban sobre unos asnos que cada grupo tenía y bajaban a los pueblos del pie de la montaña para venderlo...

   Los Domingos solían marchar al pueblo y dejaban algún que otro asno suelto por aquellos andurriales. Los Domingos yo, iba a misa pero no a clase y la pandilla de cuatro hermanos, chiqui­llos todavía, hacíamos de las nuestras con cuidado de que, especialmente el Padre, se enterase. En una de esas ocurrencias nos dio por ir a coger uno de aquellos asnos y montarlo. Mis hermanos, es­parcidos por la montaña, arreaban a uno de los asnos para aislarlo y conducirlo a un camino que terminaba en una barrera que se hallaba cerrada.

   Yo, mientras tanto, confeccionaba con alam­bre grueso y las propias manos, un artificio en forma de círculo con un alambre atravesado dia­metralmente tal como un morral en cuyos extre­mos iban amarradas unas cuerdas a modo de rien­das que no era más que una burda copia de los que había visto usar a los carboneros.

   Cuando mis hermanos me gritaban que ya tenían al asno encajonado junto a la barrera yo iba a largos trancazos de mis muletas más rápido de lo que se puede suponer. Entre caricias al cuello del asno y demás tretas, lográbamos colocar el morral de alambre en el morro del asno con el alambre diametral pasado a su boca por entre sus enormes dientes. Una vez en tal situación, el asno ya era dominable aunque siempre con grandes dificulta­des. Entonces, los hermanos me ayudaban a subir­me a la grupa del asno mientras yo me asia a su crin con tal fuerza, adquirida en el manejo de las muletas, que, aunque el asno hubiese echado a correr, no me habría soltado la mano y me habría llevado arrastrando consigo. Aun ahora, cuando cierro la mano sobre algo, es como una tenaza de hierro de la que no se pueden desprender ya sean cosas o personas...Una vez sobre el asno y monta­do a pelo, mis hermanos se apartaban del camino y arreaban al burro con gritos y alguna rama de árbol...La cabalgada , había empezado y yo, más Sancho que Quijote, me sostenía sobre el animal, las riendas de cuerda en una mano y con la otra asido a la crin...Debo decir que no era precisamen­te cómodo, pero el objetivo funcionaba con alegría de todos menos del asno, seguramente.

   Ya sabéis que, el asno, con todos sus dere­chos, es muy cabezón y terco... Una vez, no obe­deció a morral de alambre ni a tirón de cuerda y campando por sus respetos, tomó la dirección que le vino en gana que no fue otra que dirigirse a una cuadra angosta de las que están situadas bajo las celdas que solían ocupar los peregrinos que iban al Monasterio en peregrinación. No puedo negar que estuve más que asustado porque, aque­llas travesu­ras, estaban concebidas para su desarrollo  en la montaña y no en la plaza principal frente al Mo­nasterio pero al instinto del jumento, le dio por ir a protegerse en la cuadra para lo que había que atravesar toda la plaza y eso no contaba en mis previsiones. Mis hermanos venían tras mí a una cierta distancia llevando, uno de ellos, mis muletas y más asustados que yo mismo por el temor de que alguien nos viera en tal particular andadura. El asno, a paso largo y supongo que, con prisas de llegar, me zarandeaba de muy mala manera pero yo estaba sujeto a su crin como una lapa. El asno, sin disminuir su particular galopar, atravesó la plaza y enfiló hacia una puerta, no precisamente amplia, de una de las múltiples cuadras y, sin disminuir la marcha, se coló conmigo encima, por aquel portal sin puerta. Yo me vi estrellado pero, a grandes males, grandes remedios, me acurruqué cuanto pude sobre el asno y... ambos pasamos más de prisa que lo prudente. Ya en la cuadra, se acer­có a un pesebre que allí había y se detuvo...Yo me agarré al pesebre y salté del asno mas rápido que el tiempo que empleo en contarlo y me quedé cómicamente en el tal pesebre como si fuese el Niño Jesús...y en paz e indemne...Mientras tanto, mis hermanos llegaron y, con rabia, empezaron a apalear al asno y el asno empezó a cocear muy seriamente y lleno de razón.... El hermano que transportaba las muletas empezó a descargar su rencor contra el asno con una de las muletas y, como es lógico, el asno continuó su coceo que, visto de cerca,  os aseguro que es impresionan­te...En una de esas acciones, a mi hermano se le escapó de las manos una muleta,- entonces, las muletas eran de madera o por lo menos las mías - y, el asno, en su afán de escapar de tamaña injus­ticia, se revolvía y coceaba con denuedo y, en una de estas maniobras, fue a colocar una de sus pezu­ñas sobre la muleta caída en el suelo y la dejó quebrada y hecha trizas...

   La aventura, se acabó súbitamente en ese momento, como por ensalmo y nos quedamos consternados porque yo, sin muletas, no iba a ninguna parte...Finalmente, nos olvidamos del asno y entre la muleta sana y el apoyo de un hermano llegamos a casa más asustados por lo que podía suceder con la reacción de mi Padre que por todas las coces del asno...Todo acabó con unos cuantos y dolorosos correazos de mi Padre y algunos días sin muleta...

   Pero así es la vida; todo acto tiene su répli­ca y, cuando se empieza, nunca se sabe como ha de  terminar...

   Mucho más tarde, ya de mayor, he cabalga­do caballos, no con pericia académica pero sí con una cierta soltura y hasta, un día, me presenté a caballo  ensillado con un ramo de flores y a pleno día ante el chalet que tenía una joven extranjera con un alto cargo en la UNESCO y que, por aquí pasaba sus vacaciones de verano, dejándola real­mente asombrada, atónita ...y, a mi entender, agra­decida....

   Pequeñas satisfacciones, alguna vez, en un mar de ciertas desventuras...

   Luego, mi Padre, compró una punta de tie­rra de unos 6 solares de superficie, relativamente llana que se internaba en el mar y en ella constru­yó un chalet. El tenía una bicicleta que mis herma­nos usaban por turnos y la montaban con un pie en un pedal y el otro atravesado en el cuadro para alcan­zar el otro pedal. Yo los miraba como a seres superiores porque sabían y podían montar tal má­quina y me quedaba asombrado porque podían sostenerse de tal forma sobre dos ruedas que no se mantienen en pie solas y además se desplazaban con rapidez pedalean­do. Daban vueltas y vueltas a aquel terreno como si fuese un velódromo.... Algu­nas veces, me subía yo sentado en el sillín y, uno o el otro hermano, me empujaban; yo no hacia más que conducir el manillar pero se cansaban de em­pujar y se me acababa la fiesta. Pasado el tiem­po, un día, coloqué la bicicleta junto a una pared, amarré con un alambre mi pie izquierdo al pedal del mismo lado, subí el pedal hasta la posición más alta, apreté el pedal con el pie al mismo tiem­po que me daba un pequeño impulso con el codo en la pared y así iba subiendo y bajando el pedal una y otra vez para engranarlo con la cadena y mantener la fuerza motriz... Fue la primera vez que monté por mí mismo y solo en bicicleta; solo anduve unos cuantos metros y me caí pero, el principio, estaba realizado. Desde entonces me di muchos golpes de otras tantas caídas y me hice muchas moraduras y rasguños producto de las múltiples caídas y los sufrí pero llegué a montar también aquel artefacto con soltura y hasta con alguna que otra pirueta excepto en las cuestas algo pronunciadas en las que, el impulso de un solo pedal, no era suficiente y me caía con estrépito pero, el objetivo estaba y sigue  alcanzado.

   Después, vinieron las motocicletas o motos que no precisaban esfuerzo personal porque, para ello, estaba el motor...Ya podéis imaginar que, como todo ser humano, cuando alcanza una meta, no se queda estático en ella más tiempo que el que se toma en aparecer otra meta que alcanzar.

   Un día, había en la plaza del pueblo, un corro de gente observando algo y, al acercarme, resultó  ser un Señor con una moto "SANTONJA" de las que no tienen cambio de marchas y funcio­nan con una manecilla para el embrague y otra para el freno y que se ponía en marcha dándole con el pie a un pedal y se sostenía sobre un caba­llete. Era nueva y de color plateado;... un primor de ver.

   Este Señor, promocionaba esta marca de motos y también las vendía. Yo le pregunté el precio que me pareció asequible y le pedí si podía probarla.. El hombre, viendome con muletas, se debió escamar algo pero yo le dije que podía  montar en bicicleta y que, de todos modos, si le pasaba algo a la moto, yo la pagaría...El hombre, quizá por ansias de vender o por curiosidad, me dijo que: "bueno", y ya me tenéis amarrando las muletas con una goma al tubo que une el sillín con el manillar y subido y cabalgado en la moto ante la expectación de los presentes. Le di al pedal izquierdo y se puso en marcha a la primera. Quité el pie del pedal, lo apoyé en el suelo y, con pie y cuerpo, me di un impulso que hizo subir el caba­llete mientras mantenía desembragado y así ya estuvo la moto sobre sus dos ruedas y mi pie iz­quierdo. Me mantuve un momento así, un tanto ladeado, fui dando, moderadamente, gas y soltan­do, a la par, el embrague....Se puso en marcha, enderecé la posición como en una bicicleta y ya me tenéis partiendo motorizado y alerta por la carretera como un centauro motorizado. Poco a poco, le fui dando gas y aquello marchaba a las mil maravillas; claro que la velocidad de tal moto no era precisamente de carreras pero, no tenía que pedalear y corría: un portento.

   Fui cuesta abajo hacia un lugar a unos tres Kms. y allí, desventurado de mí, sin más ni más, la moto se paró; me quedé desolado y pensando en el propietario y la gente que había dejado ex­pec­tante en la plaza....Apreté el freno, ladeé la moto un tanto, puse el pie izquierdo en el suelo, desaté las muletas y con una mano en el manillar, la otra en el sillín y, apoyado, parte en el pie y parte en las muletas que me había colocado, una a una bajo los sobacos, levanté la moto sobre su caballete. Noté que el puño del gas no funcionaba y descubrí el cable del gas roto y desprendido de su sujeción en su manecilla....Uno se lleva un susto tremendo y una herida peor en el amor pro­pio...Pensé que, quizá viendo mi tardanza, alguien  de los que en la plaza había dejado, en un momen­to u otro, ven­drían a por mí; especialmente el propietario....pero, la cabeza siempre trabaja y una fuerza interior me empujaba a no pasar por la vergüenza de tener que ser recogido como un derrotado...Entonces se me ocurrió una idea de emergencia, saqué todo el cable de la funda que se me quedó suelta y la puse entre mi cuerpo y la correa de los pantalones para no perderla y cui­dando de tener siempre a mano el extremo del cable que de la funda había saca­do...Hi­ce todas las operaciones para montar de nuevo, le di al pedal tirando un poquito y a pulso del cable y,... mila­gro;... la moto se puso en mar­cha. Entonces procu­ré, con mucho cuidado, de mantener tenso el cable  lo suficiente para que no se parase el motor y darle, a cada momento, la velocidad requerida y, después de algunos brincos y cabriolas, la moto tomó una marcha más o menos regular y así, con sumo cuidado en el pulso, llegué de nuevo a la plaza donde palpitaba una evidente impaciencia... Solté el cable, la moto se paró y los espectadores me rodearon...Yo le enseñé el cable roto al propie­tario y él lo comprendió todo en el acto...y hasta se admiró de la forma como había conseguido llegar...

   Todo lo cuento rápido y sin mucho detalle pero, también en esta ocasión, lo pasé difícil...,más de lo que suponéis....pero....llegué....sintiéndo­me un   triunfador en la idea y en el hecho.

   Compré la moto y tuve, con ella, aventuras muy varias, placenteras las unas y más inquietan­tes las más... pero otro logro se había sumado a mi colección de vivencias...

   Ahora le toca el turno a los coches. El pri­mero que tuve: un Renault descapotable azul pre­cioso tapizado de rojo, no era realmente mio sino de la dama Inglesa con la que entonces compartía mi vida. Al principio hice, a marcha muy lenta, siempre en segunda, muchos ejercicios y pruebas hasta acostumbrar mi único pie útil a desplazarse rápidamente del pedal del gas al del desembrague y al del freno. Os aseguro que no es cosa sencilla si, además, tienes que mantener la dirección o variarla según la necesidad. Todo tu ser tiene que estar pendiente de lo que estás haciendo porque, de otro modo, los resultados, en el manejo de un coche, son ya de importancia mayor. Llegué a dominarlo como cualquier otro conductor aun­que con mayor actividad, en los píes como podréis com­prender,

   Nunca tuve un accidente porque soy de reflejos rápidos y era joven.

   A todo esto, yo no tenía permiso de condu­cir pero, entonces, el  tráfico no era tan espectacu­larmente denso como en el  presente ni las condi­ciones y requisitos para conseguir el Carnet de Conducir, tan complejos. Yo me preparé para obtenerlo y conseguí el de conducir moto y el de conducir coche al mismo tiempo. Sigo sin haber tenido accidente alguno salvo alguna multa por aparcamiento indebido...y, desde entonces, he teni­do coches de diversas marcas y características pero ideé unos mecanismos de freno y gas que, aplica­dos con las variantes necesarias, me evitan el ajetreo de mi solo pie útil entre los pedales. Ac­tualmente, a mis setenta y cuatro años sigo condu­ciendo un coche pero, en esta ocasión es un Ford automático que me facilita mucho más las co­sas...

   Y todo esto os cuento con satisfacción, sí, pero sin ningún orgullo porque, la razón de hacer­lo, lleva, desde el principio, otro objetivo:    

   Creedme, no me estoy abanicando, no me estoy loando a mí mismo, no me estoy autocom­placiendo; son hechos ciertos y que, aún ahora puedo demostrar y si aquí los cito es porque, real­mente, no estoy hablando con vosotros ni conmi­go. De verdad os digo que, desde el principio de este mi decir, estoy hablando con toda mi verdad a unos seres que no conozco, que no veo, que no me escuchan ahora mismo, en este instante....si no me están leyendo. Yo estoy hablando con todos aquellos que, por una u otra causa puedan hallarse al principio, hacia la mitad o en la fase que fuese parecida a la que yo mismo fui atravesando, lu­chando, ganando a pulso y, muchas veces, con dolor, un estamento más llevadero, más próximo al normal que me fue posible y les hablo para que entiendan que no estuvieron jamás, ni antes, ni ahora ni mañana solos o aislados o incomprendi­dos; siempre, alguien pasó por sus mismos pasos y sufrimientos físicos y morales; para decirles que no se hundan en madrigueras que nada solucionan, que se levanten en los cuerpos, en los brazos, en las piernas de esa fuerza invisible pero increible­mente poderosa que cada uno lleva dentro. No la dejéis dormida, no la dejéis lasa e inoperante; fustigadla, azuzadla, fortalecedla, dinamizarla pues  yo mismo, sin oírlo de nadie, así lo hice y no me pesa...

   No, no es gratis, comporta, muchas ve­ces, un dolor o una angustia a cada paso; moral o físi­ca pero, yo os garantizo que la misma acción, la propia dinámica de hacer o querer hacer, des­pierta fuerzas propias que nosotros mismos ignorá­bamos tener en posesión y ello, añade fuerza a la propia fuerza: es la gimnasia a que se somete a  la propia característica de la particular condición...

   No os lo digo con alegría ni con tremolar de banderas triunfales, os lo digo con modestia, con el recuerdo del esfuerzo, pero con la convicción particular de que, sino en todo, en mucho estáis en posesión de una varita mágica, aunque lenta, que hace milagros.

   Supongo que con la ayuda de Dios.

  Algunas veces, creo que Dios pone obstácu­los, menores o mayores en nuestro camino para tem­plarnos, para entrenar por nosotros mismos y es­forzarnos a lograr, en parte, esa aproximación a Dios mismo que, por lo menos yo, mucho he oído de quienes tanto me han predicado. Y muchos más pensamientos y verbos tengo que decir y expre­sar­ especialmente cuando contemplo, más de una vez, niños, o jóvenes, ellos o ellas, en plenitud de ju­ventud pero, por una u otra causa, disminuidos físicos, que me llenan de dolorosos pensamientos imaginando lo que les queda por pasar; los abrojos morales y físicos que les esperan y que ignoro si tendrán esos poderes recónditos para luchar, para hurtarle a la desventura todo cuanto puedan y lo sepan transformar en una forma de gozo íntimo, de triunfo relativo pero compensador, frente a su diversidad y de mi se me va, en silencio, en el fuego de mis ojos, un mensaje para el asumir con paciencia activa, la lucha, el valor, la persistencia y constancia con los que aprestarse con fé en sus  ­propias posibilidades para entablarle batalla a su situación en el sendero espinoso de superar, lo más posible, su minusvalias y que pueden amino­rar en mayor medida de la que, ellos mismos, pueden suponer o imaginar.

   En todo caso, os siento hermanos, y me siento con todos vosotros como si yo mismo fuese tú.

   ¡¡¡ Buena suerte, mayor esfuerzo y fé en vosotros mismos, hermanos en desventura. !!!   

 
                                     ***

Caty Martínez Caldes i Juan Sancho Calafat-Jusan-